En el año 93 la selección ganó la última copa América, el
último torneo importante. Yo tenía 12 años y vi el partido en la casa de mi
abuelo con mis tíos, como siempre. Mi abuela estaba dando vueltas por ahí
haciendo sus cosas mientras los hombres miraban el partido. A ella no le
importaba un carajo el fútbol pero sabía cada vez que jugaba Lanus porque nos
íbamos a la cancha o cuando juagaba la selección porque nos juntábamos en el
comedor a verlo. En fin, vuelvo: decía que estábamos todos ahí alrededor de la
mesa con la vista clavada en un Hitachi de 32 pulgadas, año 93. La historia es
conocida: el cholo Simeone saca rápido el lateral, Bati girá y fusila a Campos.
Golazo y 2-1 a México, 14ta copa América para Argentina, un número que aún hoy
sigue siendo infernal, casi pornográfico.
En esa época Argentina era un equipo jodido y respetado. En
Sudamérica no había una selección que le toque el culo: Brasil nos tenía miedo
(lo del 90 estaba muy fresco), Uruguay estaba con una generación en retirada y
los demás no existía ninguno. Solo Colombia asomaba con una camada de
jugadorazos que se consolidó el día del famoso 5 a 0 en el monumental y que
después desbarrancó como un amor de verano en USA 94 con un papelón que los devolvió
en primera ronda. Formábamos parte de la elite del fútbol junto con los
alemanes, Brasil, Italia y pará de contar. Jugar contra Argentina para
cualquiera era un clavo: te ganaba. Bien, mal, regular, te ganaba. Y sino ibas
a tener que pelarte el lomo para ganarle.
El país se paraba cada vez que jugaba la selección, no era joda. Era un
orgullo.
Pero algo pasó, hubo un quiebre. Como el ingrediente secreto
de una comida algo se perdió, una esencia, un sentido de pertenencia se fue
arrastrado por el viento. Y para mi ese momento nace en la enfermera que le
cortó las piernas al Diego.
Estados Unidos fue el comienzo de una etapa oscura
para la selección argentina de fútbol. El último mundial de una generación de
tipos a los cuales tenías que matar para ganarle se fue de la mano de esa gorda
nefasta que se llevó al Diego para hacerle una cama con la firma de Havelange.
No hubo retorno. Tanto es así que salvo alguna medalla defendida en los juegos
olímpicos, hasta el mundial de Brasil el hito más sobresaliente de una
selección fueron los guantes de Roa para eliminar a Inglaterra. Nada más. Poco, muy poco para una camiseta que pesa una
tonelada, que está entre las más grandes del mundo y que está obligada siempre
a ganar. Con mas fútbol, con menos fútbol, con 4 o 3 en el fondo, con un
enganche clásico o con dos volantes mixtos, con uno por afuera y uno por
adentro o con tres ligeritos sin posiciones fijas Argentina, la selección de
fútbol por historia y peso de camiseta tiene que salir a ganar siempre, no hay
vuelta de tuerca, no hay forma de dibujarla le guste a quien le guste. Nos
pusimos a discutir si estaba bien o mal que Passarella mande a cortar el pelo a
los jugadores, si Bielsa era la revolución del fútbol, si Cruz por Riquelme, si
el chamuyo alemán, si Tevez o Messi, si….En el medio Brasil dejó atrás el gol
del Cani y ganó 2 copas del mundo y 3 Copas Américas, Uruguay renació de las
cenizas, terminó 4 en Sudáfrica y se nos llevó la copa organizada en casa,
Alemania empezó a darse cuenta que el fútbol había cambiado y mientras una
generación fantástica de españoles ganaba todo e incluso por primera vez una
copa del mundo, iban gestando una camada nueva de maquinitas. Italia se sacudió
el polvo y ganó la 3er estrella en el 2006 y hasta Francia, comandada por un
Zidane que superó las buenas (pero frescas) aspiraciones de Platini, fue
campeón.
Nosotros en cambio fuimos acumulando decepciones: Passarella
todavía surfeaba en su soberbia cuando Bergkamp bajaba un pelotazo de 60 metros
y nos mandaba a casa mientras Ayala pedía un cortado en el área. La revolución bielsista se fue en primera
ronda con ese zapatazo de Svensson, la dignidad de Pekerman se sostuvo hasta el
machete de Oliver Kahn y la simpatía del Diego y el “ahora sí, mística” armó las
valijas con una goleada lapidaria.
Pasamos de ilusionarnos por prepotencia histórica bien
ganada a ver hasta donde llegábamos. A relegarnos a una selección que ya no
estaba entre las mejores, que había bajado un escalón y que los rivales
respetaban solo frente al micrófono para quedar bien con la prensa. El fútbol
para peor se empezó a emparejar y el “cualquiera hoy en día te hace partido” a
nosotros se nos hizo carne en serio, fue literal. Hasta Holanda que nunca ganó
nada era considerada una potencia. Subieron Francia y España ( España!) y
nosotros vimos a una generación de jugadores más preocupados por el discurso y tener amigos en los medios que por romperse el
culo en la selección. Hasta nos tuvimos que bancar que algunos canten “se va a
la puta que lo parió”, que te quitaba prestigio, que “no comulgo con las ideas
del entrenador” por TV y porque la madre le había dicho que le hacía mal.
Increíble, la camiseta que todos quisieran tener ya no valía nada. Las nuevas
camadas de pibes empezaron a gasta guita en remeras del Manchester United, el
Real Madrid y sobre todo el Barcelona tiki-tiki. La ola de comentaristas
líricos y DT vendehumo con Angel Cappa como referente armaron un discurso
filosófico, le dijeron al público futbolero que este deporte era un arte y que
la selección una mala bailarina de cabarute, que miremos el de afuera que era
mejor y venía por cable los sábados a la mañana, que lo otro no valía la pena.
Así, en silencio y casi sin que nadie se enterase Alejandro
Sabella llegó a dirigir a la selección. Los líricos charladores de café, los
que creen que la vida se resuelve en un bar rodeado de whisky, cigarros y una
mina en tanga, lo fustigaron. Que juega feo, que viene de la escuela de
Estudiantes, que es defensivo, que le va a quedar grande el puesto. Mientras,
este tipo de perfil bajo y mirada tranquila, que hablaba lo justo y necesario y
solo de fútbol (una rareza en un medio que necesita siempre de quilombo), fue
haciendo su trabajo. Entendió que el
mejor jugador del mundo (Messi) era argentino pero no un superhéroe y lo rodeó
para que sea una pieza fundamental pero que no juegue solo. Armó con paciencia
de hormiga y tenacidad rusa un grupo humano donde todos tirasen para el mismo
lado, confió en jugadores que sabía que la gilada le iba a cuestionar pero no
le importó: adentro Rojo, Basanta y Campagnaro. Afuera Tevez. No le tembló un
músculo para bancar a un arquero que era suplente en su club y básicamente
sobre todas las cosas no permitió que nadie (nadie es NADIE) ni de AFA, ni de
los medios de comunicación le pusieran media condición a su laburo.
Llegó como llegaron todos los DT´s y grupo de jugadores
argentinos a todos los mundiales: con el ojo de la gente en ver contra quien
nos íbamos a volver a casa en 4tos de final. En la primera ronda el equipo tuvo
dificultades con rivales mucho menores en camiseta pero este hombre sabía que
un mundial es un río traicionero y que lo importante es siempre primero llegar
a la orilla. Así pasó la fase de grupos
y así eliminó a Suiza en un partido para morirse de angustia. Pero después algo
cambió. El hombre de mirada tranquila y pocas palabras pareció mirar a sus
jugadores y colaboradores para decirles “ahora sí”. Adaptó tácticamente el
partido para ganarle a Bélgica y que su DT se queje del juego argentino
mientras elegía qué perfume llevarle a la señora en el Free Shoop del
aeropuerto, sacó del 11 titular a dos de sus fijas y puso a otros que
consideraba en mejor nivel, maniató a Holanda para eliminarlo en los penales
con ese arquero que todos puteaban y de repente querían poner su cara en la
bandera nacional y llegó a una final después de 24 años para aguantarle al
campeón que le ganó pero necesitó sudar el culo como nunca en el mundial, como
era antes, como cuando nadie quería jugar con Argentina.
Los argentinos, siempre atentos al exitismo, entendimos que
este tipo al final valía, que no había ganado dos campeonatos y una Copa
Libertadores con Estudiantes porque sí. Que algo de este bendito deporte sabía
y que su filosofía no era otra que el trabajo y la capacidad de poner al
“nosotros” por sobre el “yo”.
Volvimos a las calles por la selección. Una generación de
pibes que no sabía qué carajo era el orgullo que sentíamos los de más de 30 por
la celeste y blanca se hicieron carne de eso. A los de mi generación nos
remontó a una ola de nostalgia del pasado (y se me emociono mientras lo escribo,
la puta madre) y volvimos a llorar de alegría por la selección, nos abrazamos
con esos pibes que lloraban por primera vez y nos fusionamos de un sentimiento
hermoso, de esos que solo el fútbol sabe dar y no me rompan las pelotas con
otro deporte.
Siempre será hincha de Lanús por sobre todas las cosas pero
también fui fiel a la selección toda la vida. Sufrí y lloré decepciones
mientras la gilada se quería despegar con el discurso de “a mí la selección me
importa un carajo”, yo la sufrí. Varios lo hicimos en silencio, vimos pasar los
años con el anhelo de que alguna vez volviéramos a estar ahí. Es verdad que aún
no se ganó nada y que falta mucho camino por recorrer. Pero este hombre, su
formas y su trabajo nos devolvió lo más importante: la esencia, el volver a
ser.
Hoy Argentina vuelve a su lugar de equipo grande y no lo
puede discutir nadie. Y eso, por lo menos para mí que amo al fútbol, me resulta
maravilloso e invalorable.
Sebastián Moreira.