viernes, 23 de febrero de 2007


Exilio

La sala era perfectamente cuadrada, sin un centímetro de más.
Las paredes estaban frescas de un blanco tan puro que lastimaba lo ojos y una ventana pequeña asomaba en la pared lateral del este, dando protagonismo al sol de la mañana.
A la izquierda una cama. Sábanas blancas a tono.
Justo en el centro de la habitación, un hombre. Frente a él, sobre la puerta de entrada, colgaba un reloj que daba las diez.
El día soleado, el tiempo que parecía eterno y la calma en el aire como si nada mas que aquella habitación existiera en el mundo.

Aquel hombre, también de blanco, había llegado allí escapando de nada pero a la vez de todo. No recordaba porque motivo pero se encontraba entre esas cuatro paredes y era feliz, su cabeza quemada por la vida y los infortunios encontraba la paz en aquella pieza desconocida.
Tenía la mente en blanco.

Así pasaba las horas, abstracto del tiempo y del mundo que se debatía afuera como una guerra lejana que no rozaba su vida indemne. La única certeza que llevaba consigo era esa: allí dentro jamás sufriría como antes.

Pero al llegar la noche sintió frío y decidió moverse para taparse con las frazadas de la cama blanca. Era invierno pero él no lo sabía.
Se acostó sobre el colchón y abrazó al sueño como a un ángel protector y cerró los ojos grises, cansados de la luz blanca que la noche se había llevado hasta mañana.

Y soñó sobre su vida y recordó sus fracasos. Y lloró en el sueño su exilio porque había recordado el porqué. Y pensó que tal vez la vida de la que escapaba no era mas que un títere rebelde que no supo dominar y que lo llevó de a poco a esta miserable existencia, entre las paredes de esa pieza que amaba.

Durmió seis meses y despertó sudando el calor del verano.
Cuando alzó la cabeza vio un martillo en el centro de la habitación.
Entonces estiró los pies, juntó su ropa blanca y destrozó el cristal de la ventana.
Y en dos minutos se perdió como un punto en el horizonte.